27 de junio de 2020

San Pedro Apóstol

Conocido también como san Pedro, Cefas, o simplemente Pedro, fue, de acuerdo con múltiples pasajes neotestamentarios, uno de los discípulos más destacados de Jesús de Nazaret. Su nombre de nacimiento era Shimón bar Ioná y era pescador de oficio en el mar de Galilea. Por su seguimiento de Jesús de Nazaret, se constituyó en el apóstol más conocido y citado del Nuevo Testamento en general y de los cuatro Evangelios canónicos y los Hechos de los Apóstoles en particular, que lo presentan bajo muy variados aspectos. También es citado porPablo de Tarso en sus epístolas, incluyendo la Epístola a los gálatas donde lo refiere como una de las tres columnas de la Iglesia de Jerusalén (Gálatas 2:9). Figura de primer orden y de firme valor teológico en razón del ministerio que le confió el propio Jesucristo, es también conocido como el príncipe de los apóstoles.4 Dado el prestigio del que gozó en la Iglesia primitiva.

La Iglesia católica lo identifica a través de la sucesión apostólica como el primer papa, basándose, entre otros argumentos, en las palabras que le dirigió Jesús: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo» (Mateo 16:18-19).

Su lugar de nacimiento fue Betsaida (Juan 1,42-44), un pueblo junto al Lago de Genesaret, de cuya ubicación no hay certeza, aunque generalmente se busca en el extremo norte del lago. Ejercía el oficio de pescador junto a su hermano Andrés.

La tradición católica narra que Pedro acabó sus días en Roma, donde fue obispo, y que allí murió martirizado bajo el mandato de Nerón en el Circo de la colina vaticana, sepultado a poca distancia del lugar de su martirio y que a principios del siglo IV el emperador Constantino I el Grande mandó construir la gran basílica. Hay testimonios arqueológicos de la necrópolis con la tumba de San Pedro, directamente bajo el altar mayor. Esta ha sido venerada desde el siglo II.  Un edículo de 160 d.C.en el cual puede leerse en griego "Pedro está aquí".

Solemnidad de San Pedro y San Pablo 29 de Junio
La solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, fundadores de la Iglesia de Roma es la fiesta de «la unidad y la catolicidad de la Iglesia».

Para conocer más sobre San Pedro
SAN PEDRO, APÓSTOL
(† 67)
Solemnidad
Parecía destinado a vivir en la oscuridad de la aldea. De niño, jugó medio desnudo en la playa del lago de Genesareth. Hijo de pescador, creció entre el agua y la arena, y desde que pudo ayudar a recoger con su mano infantil la plata húmeda de los peces que se agitan en la red, fue también él pescador. Dormía en la barca mientras caían los besugos, remendaba las redes a la orilla del lago, y por la mañana atravesaba las calles de Betsaida, con las cestas llenas, al lado de su padre, Jonás, y de Andrés, su hermano. En casa encontraba honradez y bienestar. Jonás, patrón de una barca, podía dar a sus hijos pan en abundancia; buen israelita, les daba también una instrucción religiosa según los principios de la Ley. Con frecuencia, Simón se dirigía a la ciudad cercana, a Cafarnaún, para vender los peces, o renovar las velas de la nave, o comprar las cosas necesarias en el mercado. Fácilmente inflamable, se dejó coger en las redes del amor, se casó con una mujer de la ciudad y se hizo ciudadano. No obstante, sigue siendo pescador, sigue surcando el lago en compañía de su padre, de su hermano y de sus amigos Santiago y Juan, hijos del Cebedeo.
Los hijos del Cebedeo y los hijos de Jonás tenían el mismo oficio y los mismos gustos. Después de vaciar las redes, después de amarrar las barcas en el desembarcadero, muchas veces permanecían sentados en la playa, hablando .de la redención de Israel, tratando de penetrar el sentido de las viejas profecías; cuando apareció Juan el Bautista, el profeta de las montañas de Judea, se hizo el tema favorito de su conversación. Y empiezan a recorrer los cien kilómetros que separan el mar de Tiberíades del valle de Jericó, donde bautiza aquel hombre misterioso, y se hacen sus discípulos, y le escuchan con avidez, y recibieron su bautismo. Eran almas piadosas, entusiastas, acuciadas por el deseo del reino de Dios, preocupadas por la idea fija de la próxima venida del Mesías. Y una tarde Andrés se acercó a su hermano con el rostro radiante de felicidad; y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías.» Y Pedro no dudó un solo instante, ni preguntó, como Natanael: ¿De Nazareth puede salir algo bueno? «Llévame a Él», suplicó a su hermano; y, sin perder tiempo, echaron a andar. Toda su audacia, toda su espontaneidad natural, debieron de quedar como paralizadas ante el hombre divino, cuya frente parecía iluminada por una luz celeste, cuya mirada, suave y profunda al mismo tiempo, se clavaba en él con una insistencia desconcertante. Después de mirarle, dice San Juan Evangelista, Jesús le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; en adelante te llamarás Cefas.»
Tal fue el primer encuentro de Cristo con el hombre que fue su primer vicario en la tierra. Después Jesús se volvió a Galilea y los pescadores a pescar. Pero en medio del lago, mientras aguardaba sentado, bajo la claridad de la luna, que los peces llenasen su red, Simón seguía pensando en aquellas palabras misteriosas que le había dicho el Rabbí de Nazareth, y aquella mirada no podía apartarse de su imaginación. Y he aquí que una mañana, cuando atracaba en el puerto de Cafarnaún, el Rabbí apareció delante de ellos, y, entrando en la barca, rogó que la separasen un poco de la tierra para no ser agobiado por el gentío. Y en pie, junto al timón, anunció la buena nueva de su reino. Y luego dijo a Simón: «Intérnate en el mar, y echa las redes.» «Maestro —dijo el pescador—, después de trabajar toda la noche no hemos sacado ni un pececillo; no obstante, confiando en tu palabra, voy a obedecerte.» Y, apartándose de la orilla, echaron la red en el agua, y al sacarla, al poco rato, estaba tan llena, que las mallas se rompían. «¡Milagro!», gritaron los que estaban en la nave; pero Simón, más impulsivo, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: «Señor, apártate de mí; un pecador como yo no es digno de tener un profeta en su barca.» Y Jesús le dijo, sonriendo: «Ven conmigo, cree en mi palabra y yo te haré pescador de hombres.»
Era el llamamiento definitivo. Desde aquel día, Simón, abandonando la barca, las redes, la casa y la mujer, siguió a Jesús, dispuesto a ir por dondequiera que le quisiese llevar, a partir el pan con Él, a compartir sus riesgos y su fortuna, a repetir su doctrina y a obedecer, como antes había obedecido a su padre Jonás. Va a ser el más entusiasta de los discípulos de Cristo, el capitán de los Doce, el hombre de las iniciativas, el que habla en nombre de sus compañeros, el que transmite los recados del Maestro y camina siempre a su lado, orgulloso de aparecer junto al hombre del día, cuyo trato le enaltece, cuya amistad le promete el más halagüeño porvenir. Entre las figuras que forman el retablo apostólico, es la que se nos presenta con mayor relieve. Naturaleza algo tosca y ruda, carne quemada desde la niñez por los vientos y los soles del lago, tal vez tardó mucho tiempo en comprender las primeras palabras que le había dicho el Señor; tal vez no cayó de pronto en el sentido simbólico de aquellos dos vocablos: Cefas y Jonás: «Hijo de la paloma, tímido y débil como ella, serás, no obstante, inquebrantable como la roca.» Esta frase era un retrato y una historia; ella encerraba el presente y el porvenir del príncipe de los apóstoles. Desde entonces la paloma y la piedra empiezan a luchar en aquella alma generosa. Durante la vida de Jesús, Pedro es el hombre de las contradicciones: temeroso y arriesgado, cobarde y entusiasta, modelo de amor y de fe, pero siempre rudo y tosco y algo inconsciente en aquellos arrebatos de su naturaleza impetuosa. Seleccionando algunos pasajes evangélicos, enemigos suyos han podido bosquejar una fisonomía; aunque, en realidad, el mayor enemigo, el más implacable calumniador, es él mismo, pues el Evangelio de San Marcos, el que peor le trata, es su propio Evangelio.
Para comprender a San Pedro, debemos tener presente que era un galileo, un hijo de aquella tierra cuyos habitantes se distinguían entre los judíos por su amor a la independencia, por su intrepidez, por su impresionabilidad y por su inconstancia. Eran francos, abiertos, generosos y espontáneos. Así se nos presenta también el hijo de Jonás en la serie de los cuadros evangélicos: de una candidez emocionante, de una lealtad apasionada, de una impetuosidad ciega; brusco y ardiente, sencillo y petulante, tímido y obstinado. Es accesible a todos los sentimientos nobles, amable hasta en su rudeza; tan natural, tan humano, que desde el primer momento despierta la simpatía. Los demás apóstoles reconocen de buen grado su jefatura; entre ellos, hay uno que le disputa la predilección del Maestro; y, sin embargo, no abriga en su pecho la menor animosidad contra él. Pedro y Juan caminan siempre juntos antes y después de la Pasión de Jesús.
Sin embargo, no todo en él es puro idealismo: cuando Jesús pronuncia duras palabras contra los ricos, él se atreve a insinuar una pregunta, en que se transparentan las preocupaciones del prestamista: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte; ¿qué nos vas a dar en cambio?» Jesús le promete un trono para juzgar a las tribus de Israel, y él no duda que ese trono será el primero a la derecha de su Maestro. Tenía la cabeza algo dura para comprender; no era un espíritu despierto; se duerme en la nave, en el monte Tabor, en el olivar. Después de pasar años al lado del Rabbí, todavía tiene que decirle: «Explícanos esta parábola.» Y escucha esta respuesta del Señor: «También vosotros estáis aún sin inteligencia.» En el momento de la Transfiguración, sólo se le ocurre pensar que se está muy bien en aquella altura, y que podrían improvisarse tres tiendas, una para el Maestro y las otras para los dos huéspedes. Pero, siempre generoso, se olvida de sí mismo. Tiene por Cristo un amor ciego que compensa todas sus debilidades; aunque ese mismo amor le lleva a los mayores desvaríos, y hace brotar de los labios del Redentor una frase terrible. En vísperas de la Pasión, su mente estaba aún ofuscada por la idea de un mesianismo triunfante; en vano anuncia Jesús a los discípulos sus ignominias cercanas; Pedro le coge del brazo, le lleva aparte y empieza a resistirle, diciendo: «¡No lo permita Dios! ¡Eso que dices no puede suceder!» Pero Jesús le interrumpió, diciendo: «Vete de aquí, Satanás, que eres un tropiezo en mi camino.» Amaba a Jesús, pero, con ser tan arrebatado, su amor, muy terrenal todavía, se rebelada contra el pensamiento de que su Dios hubiera de ser vilipendiado, de que su rey había de morir. No obstante, fue el primero en reconocer al Mesías en el profeta perseguido por los fariseos, y esa primacía es tan grande, que nada ha podido borrarla.
Cada palabra, cada gesto, cada acción de San Pedro en la epopeya evangélica, es la manifestación del temperamento vehemente y fogoso, del alma noble y naturalmente buena, del hombre de la naturaleza, sin complicaciones psicológicas, sin reservas mentales. Unas veces le inspira la fe: «Si eres Tú, mándame que vaya a Ti sobre las aguas... Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»; otras veces, el amor: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna... ¿Por qué no puedo seguirte desde ahora?» Sus palabras son reveladoras, lo mismo que sus acciones: viendo que su Maestro camina sobre las aguas, él se arroja también al lago, pero al minuto siguiente tiene miedo y se cree próximo a hundirse; en Getsemaní desenvaina la espada, corta una oreja y acto seguido huye; el día de la Resurrección, corre anhelante desde el cenáculo al monte, y aunque es más viejo que San Juan, entra antes en el sepulcro. Es un hombre de acción; un apasionado que no puede descansar; un corazón que no puede estar pasivo, que tiene necesidad de manifestar su energía, su adhesión, con una actividad devoradora. Los incidentes de la última Cena nos presentan por última vez su figura con todas las sombras de la realidad humana. Es temerario, voluble, rebelde y obstinado. Un exceso de respeto le hace pronunciar estas palabras: «Jamás consentiré que me laves los pies.» Y en un exceso de amor, decía un instante después: «Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.» Su presunción es mayor que nunca: «Señor—exclama—, contigo estoy dispuesto a ir a la prisión y a la muerte. Aunque te abandonen todos, yo no te negaré.» Jesús insiste; él porfía, sinceramente, sin duda, pero irreflexivamente. Y aquella misma noche, cuando estaba en el patio de Caifás calentándose en el brasero, mientras los sacerdotes insultaban a su Dios, tuvo miedo de la voz de una criada, y le negó tres veces, y juró y perjuró, y prorrumpió en anatemas e imprecaciones. Pero en este momento oyó el canto del gallo, y vio unos ojos que se clavaban en él, suaves, profundos y compasivos, y recordó aquella otra mirada de la orilla del Jordán, y salió fuera y lloró amargamente.
Desde este momento es otro hombre; ya no vacila su fe, ni se debilita su amor, ni la vanidad le conmueve; las torres de su petulancia se han derrumbado al soplo de la sublimidad, de la virtud de Dios. Aparece otra vez al frente de sus hermanos, el primero en buscar al Maestro resucitado, el primero en encontrarle, el primero en subir a la barca el día de la pesca milagrosa, el primero en sacar a tierra los ciento cincuenta y tres peces, que están a punto de romper la red. Allí, junto al lago, que le recordaba el entusiasmo de los primeros días, después de la victoria sobre la muerte, borra la triple negación confesando su amor por tres veces. «¿Me amas?», pregunta Jesús. Ahora Pedro se conoce mejor a sí mismo: después de haberle negado, ya no se atrevía a decir que le ama. «Tú sabes que te quiero bien», responde tímidamente. Pero Jesús pide amor; no se contenta con una simple amistad. Y repite otra vez: «¿Me amas?» Más asustado que antes, replica Pedro: «Sí, te quiero bien.» Jesús insta: «Simón, hijo de Jonás, ¿me quieres bien, de veras?» Y entonces, Pedro, vencido al fin, casi impaciente, dice las palabras que le arranca Jesús: «Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo.» Y en recompensa de aquel amor. Jesús le establece doctor infalible, juez supremo, pastor universal de la Iglesia: «Apacienta mis ovejas», le dice; no sólo los corderos y las ovejas, los críos y las madres; los misinos pastores, que para Pedro no dejan de ser ovejas. «Todo lo que atares sobre la tierra, quedará atado en el Cielo; y todo lo que desatares sobre la tierra será desatado en el Cielo.
Jesús desaparece entre la nube, pero Pedro está allí para organizar la Iglesia naciente. La pequeña comunidad se reúne en torno suyo, aguardando sus órdenes. Él, con la conciencia de su caída, parece olvidar aquella acometividad primera. Como la mirada de los demás, la suya se fija en el Cielo. Y del Cielo le viene la idea de completar el colegio apostólico. Entonces pronuncia su primer discurso, práctico, sencillo, esmaltado de recuerdos bíblicos. Los ciento veinte cristianos que entonces componen la Iglesia, le escuchan respetuosos y acatan sus iniciativas. A los pocos días viene el huracán celeste y la llama del Espíritu Santo. El amor de Pedro es iluminado con la sabiduría perfecta; el apóstol sale del éxtasis, y, transformado por el bautismo de fuego, habla otra vez, y proclama la divinidad de Jesús. Sus oyentes aumentan sin cesar; son miles y miles de hombres: partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, ciudadanos de Roma, peregrinos del norte africano, del Asia y de las islas del Mediterráneo. Su palabra, luminosa, fuerte, inflamada en la fe, iluminaba los espíritus y cautivaba los corazones. Tres mil hombres entraron en la Iglesia de aquella redada. Después sigue hablando y organizando, rodeado siempre de un aureola de bondad simple e incomparable. Sigue hablando delante de los hermanos y delante de los príncipes de los sacerdotes: palabras rudas y fuertes, en que respira aún algo de su antigua rudeza; palabras definitivas e inolvidables, como éstas que dice al cojo del templo: «No poseo oro ni plata, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesús Nazareno, levántate y vete.» Como éstas que pronuncia en medio del Sanedrín: «Juzgad vosotros mismos si es justo obedecer a Dios o a los hombres.» Habla y obra. Ya no tiene miedo de la sangre: sufre los azotes y las cadenas, y se prepara a sufrir tranquilo la muerte, cuando liega el ángel para sacarle de su prisión. «Con toda fortaleza da testimonio de la resurrección del Salvador.» De su voz, de su mirada, de su persona, salen efluvios de poder divino; cuando pasa por la calle, las gentes se pelean por tocar su sombra, porque saben que hasta su sombra cura y santifica.
En los momentos decisivos, Pedro aparece aportando la decisión salvadora. Más terrible que la persecución farisaica es en los principios de la Iglesia el conflicto interno de las observancias judaicas. Pedro da el primer paso hacia la solución bautizando en Cesárea al primer pagano, al centurión Cornelio, sin exigir de él la circuncisión. Los retrógrados, los puritanos, protestan, surge la gran cuestión: ¿se va a imponer a los creyentes del helenismo el yugo de las observancias legales? Gracias al príncipe de los Apóstoles, las amplias miras de Pablo triunfan en el Concilio de Jerusalén; pero los extremistas no se dan por Vencidos. Poco tiempo después, Pedro llega a Antioquía, donde Pablo de Tarso mantiene los derechos de la libertad. Siempre confiado, toma parte en los ágapes de los gentiles, sin hacer caso de manjares limpios o inmundos. Esta condescendencia irrita a los judaizantes. Asediado por sus ruegos, por sus críticas, por sus ataques, Pedro se deja secuestrar por el clan de los extremistas. En su rectitud un poco escrupulosa no quería escandalizar a nadie; aguardaba la inspiración del Espíritu para decidirse a obrar en aquellas circunstancias. Y el Espíritu habló por boca de Pablo. «Si tú, que eres judío—le dijo el apóstol en medio de la asamblea—, vives como los gentiles, ¿cómo puedes obligar a los gentiles a judaizar?» Debemos bendecir aquella ruptura aparente de los dos apóstoles, que nos permite conocer más a fondo sus almas generosas. Admiramos el amor furioso de Pablo, que lanza su dialéctica por los derroteros de la hipérbole y le hace prorrumpir en aquel grito fulgurante: «Vivo yo; no, no soy yo quien vive, es Cristo el que vive en mí.» Pero no es menos sublime la conducta de Pedro, que reconoce su imprudencia, se humilla, y corre hacia su compañero, llorando de alegría.
Después de todo esto, dice la Escritura, «Pedro salió y marchó a otro lugar». Los Libros Santos ya no vuelven a hablarnos de él; es la tradición quien alumbra sus pasos. Ella nos le representa recorriendo el Asia Menor, predicando en las riberas del Mar Negro, caminando de ciudad en ciudad, a la manera de los judíos pobres, hospedándose en los barrios de sus compatriotas y hablándoles de la vida y la muerte de Jesús, unas veces en las casas, junto al hogar; otras, en el interior de las tiendas, o en las plazas, o en el mercado, o bajo los pórticos. Cuenta la Pasión de su Maestro, expone esquemáticamente su doctrina, y cuando llega al episodio de su cobarde conducta en la casa de Caifás, su voz tiembla, su palabra se hace más viva, sus ojos se arrasan en lágrimas. Hombre siempre práctico, su lenguaje es un tejido de hechos, más que una construcción ideológica; pero el amor anima sus relatos, la fe los hace vibrantes y luminosos.
Un barco le lleva desde las costas del Oriente hasta Roma. Es el fundador de la Iglesia romana, el que abre la serie de los Pontífices, el primer vicario de Cristo en la tierra. Su ministerio se desarrolla en la oscuridad, primero en el barrio de los judíos, después entre los primeros neófitos de la gentilidad. Su bondad era la fuerza de su predicación. Se le escucha porque no excluye a nadie de la salud; porque, en medio de una sociedad al parecer feliz, busca a los que lloran y tienen hambre y sed de justicia; porque despliega ante los ojos de los miserables la esperanza radiosa de la libertad espiritual. Los esclavos, los menestrales, las pobres mujeres se alegran cuando le oyen decir que la verdad les hace libres, y que no hay más servidumbre que la del pecado. «Todo lo que ha sido vencido—di ce Pedro—se hace esclavo de aquel que le ha vencido.» Los verdaderos esclavos eran aquellos patricios entregados a todas las concupiscencias de la carne y a todas las inquietudes de la ambición. No obstante, el apóstol predicaba: «Siervos, estad sujetos a vuestros señores, no sólo a los buenos y piadosos, sino también a los duros y severos, porque es una gracia sufrir, para agradar a Dios, los castigos injustos. Es una gloria sufrir por Cristo, que ha sufrido por vosotros; por vosotros, que sois una raza escogida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo formado por Dios, a fin de anunciaros las grandezas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable.»
El 19 de julio del año 64 los almacenes de aceite que estaban en las cercanías del circo Máximo empezaron a arder; el fuego invadió todo el centro de Roma, llegó al Palatino, y continuó haciendo estragos durante seis días. De las catorce regiones de la ciudad, diez habían sido arrasadas. Contemplando las fauces rojas de las llamas que devoraban implacables su capital, Nerón había pasado los momentos más divertidos de su vida. Pronto se supo que el rumor popular le acusaba de incendiario. Fue preciso desviar el golpe y buscar otras víctimas. Popea, la mujer judía que dominaba al emperador, los histriones hebreos que llenaban el palacio, se encargaron de señalar los presuntos culpables: aquellos oficiales, libertos y esclavos cristianos que infestaban ya la casa del cesar, y eran, como Tácito decía, enemigos del género humano. Siguieron las matanzas en Roma, los martirios en masa y la promulgación del edicto neroniano en toda la extensión del Imperio: «Christiani non sint. Que los cristianos sean aniquilados.» En este momento de aflicción, surge de entre la oscuridad la voz del jefe de la Iglesia. Pedro ha recobrado la palabra de Jesús: «Tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos.»
Las Iglesias de Asia, las cristiandades formadas por él mismo y por Pablo, «su hermano muy querido», gimen en la prueba, necesitan una voz de aliento, un consejo que las guíe en aquella hora difícil. Tal es el pensamiento que inspira la carta del apóstol, la primera de las encíclicas que desde entonces no han cesado de instruir y dirigir el mundo. Pedro escribe desde Babilonia, que en el lenguaje simbólico de los primeros cristianos es lo mismo que Roma. No se propone desarrollar una tesis, sino alentar a los perseguidos y prepararles al sufrimiento y al martirio. Su escrito es una homilía conmovedora y sublime, en que la exposición doctrinal se mezcla con las palabras de aliento y los consejos morales: reflejo auténtico del corazón ardiente que conocimos junto al lago de Genesareth, más inclinado a la acción y a las súbitas iluminaciones que a los largos y sutiles razonamientos. No obstante, descubrimos un acento elocuente, una fuerza de expresión y una elevación de pensamiento que no aparecen en los primeros discursos pronunciados en Jerusalén: el amor, la contemplación de Jesús durante cinco lustros, han producido en él esta transformación. San Pablo ha influido también sobre él. Pedro amaba aquel corazón generoso, tan distinto del suyo, pero, como el suyo, inflamado en el amor de Jesús. Ha leído sus epístolas, las ha meditado largamente, «porque le parecen difíciles de comprender»; admira aquel estilo fuerte y aquel vuelo de águila, y ahora, sin perder nada de su originalidad, le imita visiblemente, no dudando en repetir pensamientos y expresiones de las epístolas a los romanos y a los efesios, y en calcar la forma exterior, la amplitud de la frase y el lenguaje cargado de incisos.
Poco después, Pedro recibe noticias alarmantes de las Iglesias de Oriente; la herejía, anatematizada ya por San Pablo y San Judas, siembra la inquietud entre los hermanos; gnósticos y judaizantes llegan oscureciendo y adulterando el Evangelio. Antes de morir, el príncipe de los apóstoles dirige al mundo sus últimas palabras, destinadas a ponerle en guardia contra las seducciones del error. Empieza ponderando el don precioso de la fe, que hace brotar en nosotros una fuente irrestañable «de vida y de piedad», o, mejor aún, que nos une a la vida misma de Dios, pues por ella «somos participantes de la naturaleza divina. Y hablo —continúa Pedro—, no exponiendo fábulas ingeniosas, como los herejes, sino porque fui testigo ocular de la majestad, pues me hallaba presente cuando Jesús recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la gloria descendió de la nube y se oyó la voz que decía: «Éste es mi Hijo muy amado». Pedro ahora recoge las palabras de San Judas y las amplía, representando a los falsos doctores como fuentes sin agua, como nubes agitadas por la tempestad, como a pérfidos traficantes, lanzados de aquí para allá por la marejada de la avaricia.
Pedro siente la necesidad de tranquilizar a los fieles, aterrados por el pensamiento de la parusia inmediata de Cristo. Cristo vendrá, dice; pasarán los Cielos en el silbido de la tempestad, todos los elementos serán consumidos por el fuego, y entonces habrá un Cielo y una tierra donde habitará la justicia; pero ignora lo que ha de tardar en venir este día. Una cosa sabe: que el llamamiento definitivo no puede tardar para él, que las puertas «del reino eterno de su Señor y Salvador Jesús» están abiertas. «La hora de mi muerte se acerca rápidamente; el Señor me lo ha revelado.» Perseguido por la policía, a ruego de los fieles se había decidido a salir de Roma; pero al llegar a las puertas de la ciudad encontró a su Maestro, que entraba por la vía Apia. «Señor, ¿adonde vas?», preguntó el discípulo; y recibió esta respuesta: «A ser crucificado de nuevo.» Pedro comprendió; desanduvo el camino y apareció de nuevo entre sus neófitos, dispuesto a afrontar todos los peligros. Poco tiempo después era detenido y encerrado en la cárcel Mamertina, donde le había precedido el apóstol de las Gentes. No era ciudadano romano, no tenía ningún privilegio, no podía conseguir que su causa se instruyese de una manera legal. Para él sólo quedaba uno de estos tres suplicios: la cruz, la hoguera o el anfiteatro. El capricho de los perseguidores le destinó la muerte del madero. Sólo una gracia pudo conseguir: que se le crucificase cabeza abajo. Morir sobre un trono de gloria, con la frente alta y las manos extendidas para abrazar al mundo entero; compararse en la muerte al Maestro, hubiera sido un tormento para el penitente humilde que había llorado largos años su flaqueza de una noche. «Murió en el Vaticano, cerca del palacio de Nerón»; y allí sigue su cuerpo, venerado por toda la cristiandad, en el templo más grandioso de la tierra. El arte cristiano se encargó de conservarnos su fisonomía, como los evangelistas retrataron su alma. En los frescos más antiguos de las catacumbas, aparece ya con su cara redonda, su barba bien poblada, su cabellera corta y sus rasgos de campesino galileo, iluminados por un halo inefable de inteligencia y de bondad.





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